11/08/2018

Dios para que lo comamos (Domingo 19º del Tiempo)


Seguimos leyendo el capítulo sexto del evangelio según Joan, lo que llamamos el discurso sobre el pan de vida, pero que parece mas una controversia, o un dialogo de sordos, una acumulación de malentendidos.
Estamos delante de dos concepciones de la relación con Dios. La de los Judíos que es la de todo hombre religioso, y la de Jesús. (No sé si históricamente los Judíos pensaban así, tampoco hoy. Pero, en el texto de Juan, detrás de esa denominación de Judíos se juega un tipo de relaciones entre los hombres y Dios.)
La religión se caracteriza como esfuerzo de los hombres para complacer a Dios. El respecto de la ley, para los Judíos, es el medio de esa actitud. ¿Qué podemos hacer para que Dios nos encuentre según su voluntad y nos recompensé? Cumplir los mandamientos, no sólo la oración, sino también el estudio de la Palabra y la practica de la caridad. Muchos de ellos, muchos de nosotros, pensamos en este asunto como Jesús: la ley se resume en los dos mandamientos, amar a Dios y al prójimo, que es un solo y único mandamiento.
Para Jesús, parece que la relación con Dios no se puede entender así. Escuchemos de nuevo lo que acabamos de oír: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. No es el hombre que se dirige a Dios, sino Dios que lo llama a través de Jesús, de tal modo que Dios ya no se llama, o se designa como Dios, sino como Padre.
Es Dios que llama, pues nosotros contestamos. “Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero.” (1 Jo 4, 19) Dios desde siempre tiene la iniciativa del amor, porque “él es amor.” (1 Jo 4, 8) “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (1 Jo 4, 10a).
Marcos le dice de su lado de otra manera “Es imposible para los hombres” (Mc 10, 27). ¿Quiénes somos para dirigirnos a Dios? ¿para atrevernos a llamarle, y a llamarle Padre? La introducción litúrgica de Padrenuestro explica porque nos podemos atrever a rezar, a decir algo al Padre, únicamente porque siendo “fieles a la recomendación del Señor y siguiendo su divina enseñanza”.
Rezar, amar a los demás, según Jesús, siempre es una respuesta, la nuestra, a la llamada del Padre, al amor primero del Padre. Concretamente, no cambia nada. Las oraciones pueden ser las mismas, la caridad la misma. Pero cambia totalmente el sentido de nuestra fe: nosotros llegamos siempre demasiado tarde o, por lo menos, después. El Padre nos da la facultad de amarlo. ¡Imaginaos! Podemos amar a Dios, podemos hablar a Dios, podemos llamarlo Padre, podemos actuar en su nombre, porque él nos lo da.
Para decirlo de otra manera, el Padre nos da la vida, nos da de vivir, nos ama tanto, al extremo, que nos da su vida. Dar de vivir se puede decir dar de comer, dar el pan de vida. Y Jesús se dice precisamente pan de vida porque da de vivir ofreciéndose como pan. No se trata aquí de eucaristía, ¡o mucho más! Mejor dicho, se trata de eucaristía, pero no de forma sagrada, reducción del misterio de la vida a una pastilla consagrada.
Jesús es él que nos da de presentarnos delante de Dios como delante de un Padre porqué es pan de vida, don de Dios, que nos da de contestar, de dar la gracia, de dar gracias, de hacer eucaristía.
¿Qué pasa, si dirigirse al Padre no es respuesta, reconocimiento y acción de gracias que él primero nos amó? Conocemos a Jesús. Sabemos todo de él. Los Judíos dijeron: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” Es precisamente el problema. ¿Hijo de José o pan del cielo? ¿Hijo de José o vida dada para que el mundo tenga vida, y vida abundante?
Se puede entender “tú, te conozco” en un sentido de amenaza o de llamada de atención. Si decimos a Jesús que lo conocemos, lo conocemos perfectamente, lo amenazamos y no confesamos el que transmite la vida del Padre, es decir, no lo reconocemos como pan de vida.

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