Seguimos leyendo
el capítulo sexto del evangelio según Joan, lo que llamamos el discurso sobre
el pan de vida, pero que parece mas una controversia, o un dialogo de sordos,
una acumulación de malentendidos.
Estamos delante
de dos concepciones de la relación con Dios. La de los Judíos que es la de todo
hombre religioso, y la de Jesús. (No sé si históricamente los Judíos pensaban así,
tampoco hoy. Pero, en el texto de Juan, detrás de esa denominación de Judíos se
juega un tipo de relaciones entre los hombres y Dios.)
La religión se
caracteriza como esfuerzo de los hombres para complacer a Dios. El respecto de
la ley, para los Judíos, es el medio de esa actitud. ¿Qué podemos hacer para
que Dios nos encuentre según su voluntad y nos recompensé? Cumplir los
mandamientos, no sólo la oración, sino también el estudio de la Palabra y la
practica de la caridad. Muchos de ellos, muchos de nosotros, pensamos en este asunto
como Jesús: la ley se resume en los dos mandamientos, amar a Dios y al prójimo,
que es un solo y único mandamiento.
Para Jesús,
parece que la relación con Dios no se puede entender así. Escuchemos de nuevo
lo que acabamos de oír: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me
ha enviado”. No es el hombre que se dirige a Dios, sino Dios que lo llama a
través de Jesús, de tal modo que Dios ya no se llama, o se designa como Dios,
sino como Padre.
Es Dios que
llama, pues nosotros contestamos. “Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó
primero.” (1 Jo 4, 19) Dios desde siempre tiene la iniciativa del amor, porque
“él es amor.” (1 Jo 4, 8) “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó” (1 Jo 4, 10a).
Marcos le dice de
su lado de otra manera “Es imposible para los hombres” (Mc 10, 27). ¿Quiénes
somos para dirigirnos a Dios? ¿para atrevernos a llamarle, y a llamarle Padre?
La introducción litúrgica de Padrenuestro explica porque nos podemos atrever a
rezar, a decir algo al Padre, únicamente porque siendo “fieles a la
recomendación del Señor y siguiendo su divina enseñanza”.
Rezar, amar a los
demás, según Jesús, siempre es una respuesta, la nuestra, a la llamada del
Padre, al amor primero del Padre. Concretamente, no cambia nada. Las oraciones
pueden ser las mismas, la caridad la misma. Pero cambia totalmente el sentido
de nuestra fe: nosotros llegamos siempre demasiado tarde o, por lo menos,
después. El Padre nos da la facultad de amarlo. ¡Imaginaos! Podemos amar a
Dios, podemos hablar a Dios, podemos llamarlo Padre, podemos actuar en su
nombre, porque él nos lo da.
Para decirlo de
otra manera, el Padre nos da la vida, nos da de vivir, nos ama tanto, al
extremo, que nos da su vida. Dar de vivir se puede decir dar de comer, dar el
pan de vida. Y Jesús se dice precisamente pan de vida porque da de vivir ofreciéndose
como pan. No se trata aquí de eucaristía, ¡o mucho más! Mejor dicho, se trata
de eucaristía, pero no de forma sagrada, reducción del misterio de la vida a
una pastilla consagrada.
Jesús es él que
nos da de presentarnos delante de Dios como delante de un Padre porqué es pan
de vida, don de Dios, que nos da de contestar, de dar la gracia, de dar
gracias, de hacer eucaristía.
¿Qué pasa, si
dirigirse al Padre no es respuesta, reconocimiento y acción de gracias que él
primero nos amó? Conocemos a Jesús. Sabemos todo de él. Los Judíos dijeron: “¿No
es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo
dice ahora que ha bajado del cielo?” Es precisamente el problema. ¿Hijo de José
o pan del cielo? ¿Hijo de José o vida dada para que el mundo tenga vida, y vida
abundante?
Se puede entender
“tú, te conozco” en un sentido de amenaza o de llamada de atención. Si decimos
a Jesús que lo conocemos, lo conocemos perfectamente, lo amenazamos y no
confesamos el que transmite la vida del Padre, es decir, no lo reconocemos como
pan de vida.
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