El texto de la
carta a los Efesios (5, 21-32) que acabamos de leer suena muy machista. “Las
mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza
de la mujer” ya no se puede entender ¡y desde mucho tiempo!
Evidentemente,
tenemos que situar este texto en su contexto, el siglo uno, en una sociedad en
la cual solamente los varones libres tenían verdaderamente derechos, por lo
menos derecho de ser libre, de expresarse como tal. Foucault enseñó en su Historia de la sexualidad que los
derechos de las mujeres, incluso libres, eran muy débiles, casi nulos. ¡Se
puede imaginar lo que pasó para los esclavos de ambos géneros!
La reciprocidad
propuesta por la carta no es única en aquella época, pero suficiente
excepcional para subrayarse. “Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.”
Sobre todo, el
sentido del texto no tiene que perdernos. ¿Son las relaciones matrimoniales que
sirven de comparación para la vida eclesial o, al contrario, la vida cristiana
para las familiares? No es muy claro, sino que, al final del texto, citando el
libro de Genesis, “el varón abandonará a su padre y a su madre, y se unirá a su
mujer y serán los dos una sola carne” precisa que se trata de “un gran misterio”,
es decir el misterio de Cristo y de la Iglesia.
Pues, a partir de
lo que todos conocen, la vida de los varones y mujeres en la sociedad, la carta
enseña los vínculos entre Cristo y la Iglesia. No se trata de hablar de la sumisión
de las mujeres, no se trata aquí de una enseñanza de moral (o inmoral) familiar
o social. Cristo es la cabeza de la Iglesia, no se puede pensar de otra manera,
ella es su sierva ‑ “aquí esta la esclava del Señor”. Ella tiene qui someterse
a Cristo. Cada vez que la Iglesia se hace cabeza de Cristo, que se cree capaz
de decidir por sí mismo, es una catástrofe. Olvidando a Cristo, sirviéndose de
los hombres en vez de servirlos, traiciona a Cristo, a los hombres y a sí
mismo.
Pues, el texto no
me parece ser inaceptable ¡al contrario! Por lo tanto, lo que se hiso con este
tipo de textos, sirvió la cultura machista, falocrática, y ya no se puede
soportar, tiene que ser combatido, derrumbado. La tarrea es muy amplia en la
sociedad como en la Iglesia.
Se explica a
menudo el número de divorcios por la lealtad del compromiso de los novios. Más
bien, me parece que ya no es posible que la mujer se calle, soporte las desigualdades,
sea la esclava de la casa Las mujeres tienen razón rechazar esto. Somos servidores
unos a otros sin distinción de género. La responsabilidad del divorcio es el
machismo. La inferioridad social de las mujeres es inaceptable. Los acosos
sexuales de los cuales se habla mucho no son aceptables. Ya no es posible que
las mujeres sufran esas cosas.
En la Iglesia también
la falocracia no sólo es ideológica sino a veces criminal. Vemos a religiosas denunciando
su situación de esclavitud de parte de prelados, trabajando sin nomina para servir
a estos señores, lavando, cocinando, limpiando, planchando, acogiendo, ocupándose
de su secretariado. Primero, trabajo es trabajo y merite un salario. Secundo ¿por
qué el oficio de las religiosas tendría que ser asistencia del clero? Que lo
hagan ellos o que paguen empleados. Y no voy a hablar de los casos de violencia
de género contra ellas de parte de eclesiásticos.
De manera más común,
tenemos que hablar del papel de las mujeres en la Iglesia, demasiado a menudo papel
subalterno, muy poco de responsabilidad. Aquí tocamos en un punto muy actual de
la vida eclesial, una llaga o plaga, el clericalismo, tan denunciado por el
Papa desde años, y sobre todo en la crisis de la pedocriminalidad.
En la Iglesia, los
varones, el clero, confisca, se reserva el poder, excluyendo a los demás. Es imprescindible
que haya en la Iglesia consejos donde los cristianos, incluso las mujeres,
puedan decidir de la vida de las comunidades, con el ministro por supuesto. Ya no
es posible que los ministros actúen de su lado, sin avisarse de la opinión de
los bautizados. Son adultos, responsables, capaces.
Actuar de otra
manera, no sólo es el fracaso de la Iglesia, pero es falta de amor mutual, de
respecto de cada uno, de reconocimiento de las responsabilidades y derechos de
cada uno. La lucha para la igualdad de las mujeres es camino de santidad para
la Iglesia. Juan XXIII veía en ella un signo de los tiempos hace más de
cincuenta años.
“Amar a su mujer
es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le
da alimento y calor.” Hasta ahora, parece que, incluso en la Iglesia, no se ama
a las mujeres, no se ama uno al otro. ¿Por cuándo es nuestra conversión?
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