¡Cuánta
extraña nuestra preocupación de saber quien se salve! Queremos nombrar,
queremos saber, queremos conocer el juicio antes de su tiempo. ¿Por qué?
¿Para
ser tranquilizados con nuestro caso? A menudo, siendo del pueblo de Dios, ya
estamos más o menos seguros que todo irá bien para nosotros ¡estamos del buen
lado! Pero los demás…
Ya en
el primer testamento ¿no hay seguridad o certeza de salvación? Es la gloria del
nombre de Dios mismo que todos reciban la salvación. Sería un fracaso para Dios
que unos se pierdan. Y así él mismo se hace pastor, porque los pastores no
hacen correctamente el trabajo, no se preocupan del pueblo.
Sin
embargo, el pueblo de Dios, judíos como cristianos, musulmanes también, todos,
pensamos que perteneciendo en la comunidad elegida, no habrá problema. ¡Pero es
superstición! ¡Es magia! Un talismán, una fórmula mágica que protege sin que se
trate de amor. Con Dios somos como vendedores cuando se trata de amor. ¿Bastaría
que uno tenga siempre el nombre de su pajera en la boca aun que nunca la vea? ¿Qué
sentido decir el nombre de Dios ‑lo que no se permite por esta razón precisamente‑
si nunca decimos algo a Dios, si nunca nos dirigimos a él?
La
respuesta de Jesus a la pregunta de saber quién podrá entrar en el reino de
Dios se hace en dos momentos. Primero, la puerta esta estrecha. Segundo, el
criterio de la salvación.
La
puerta esta estrecha, el camino es difícil. ¿De verdad? En todas las escrituras
Dios se muestra como el que perdona, que perdona todo, setenta veces siete
veces. El es el misericordioso. ¿Cómo pensar que sea difícil entrar en el reino?
La puerta de la misericordia esta ancha.
Si
contamos con nosotros y no con Dios, es muy claro, es imposible. Para los hombres, es imposible. La salvación,
como la vida, es algo que se recibe, no que se puede comprar, adquirir,
obtener. Pero pensamos que los meritos tienen que ser pagados. Pensamos que una
vida buena vale una retribución. Pensando así, nos olvidamos que solamente se
puede recibir la vida. Nadie puede dársela. Lo mismo con la felicidad. ¿Quién se
la ha dado? La salvación es vida y felicidad y no nos la podemos dar. Pensar en
Dios con el modelo de la retribución en lugar del amor no prohíbe entender cualquier
cosa de Dios.
La
respuesta de la puerta estrecha es una antífrasis. ¡A preguntas estúpidas,
respuestas estúpidas! “¿«Serán pocos los que se salven?» Jesús les dijo:
«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha.»” ¿Qué nos importa el número de
salvados? No es el problema. El problema es el de la vida, es decir de la
acogida de la vida. Una vez más, la vida sólo se puede acoger, nunca coger. ¿Cómo
dejar la vida de Dios ser la nuestra? Es el sentido de la vida y de las
palabras de Jesus.
De verdad,
la puerta no está estrecha, porque Dios nunca cesa de darnos la vida, de darnos
su vida, de darse, de ofrecerse. La salvación corre como un torrente después de
la lluvia, transformando el desierto en un valle fértil.
Por lo
tanto, abandonando la idea de la retribución, algunos piensen que no vale la
pena romperse la cabeza. Si Dios siempre perdona ¿por qué hacer el bien? ¡Pero,
qué razonamiento! Vivir en paz y feliz con los demás ¿sería una carga pesada de
tal modo que preferíamos hacer el mal?
Pues
viene el segundo punto de la respuesta de Jesus, el criterio de la salvación. Es
el tema de la parábola de las ovejas y de las cabras que acabamos de oír en la versión
de Lucas, menos conocida que la de Mateo. Despreciar a cualquier hermano, a
cualquier hombre, es despreciar a Jesus mismo. Y si se trata de salvación ¿cómo
sería posible despreciar a Dios?
La salvación
se recibe, Dios se recibe y nunca cesa de ofrecerse. Quien desprecia al hermano
rechaza la salvación. No basta pronunciar el nombre de Dios o pertenecer en su
pueblo para acogerlo, hay que entregarse a él, como los amantes, hay que amar a
los demás, porque son hijos de Dios, pues hermanos nuestros.
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